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El nombre de Pedro Arrupe continúa siendo inspirador para muchos jesuitas y para muchas de sus instituciones, a pesar de que este jesuita de Bilbao murió hace más de 25 años.

Arrupe es un referente inexcusable dentro de la Compañía.

Se le recuerda por un liderazgo inspirador y por un compromiso inquebrantable con los ideales del Concilio Vaticano II. Su mandato fue un tiempo de cambios profundos para la institución, no exentos de traumas y malentendidos, tanto de puertas a dentro como en la relación de la orden con el papado, pero que no pueden nublar la dimensión histórica de su labor.

Pedro Arrupe

La importancia del generalato de Arrupe es precisamente que cierra un círculo histórico y reconcilia a la Compañía de Jesús con los orígenes, con aquellos ideales avanzados, rompedores y comprometidos que habían definido su primera hora.

Con Arrupe, la Compañía de Jesús sigue sin duda siendo la misma, pero la meta de su labor se redefine y se hace más acuciante. Al servicio la fe, y un compromiso ineludible con la promoción de la justicia. Aquella era una misión a la que –entendía el General– la Compañía se sentía interpelada por la realidad de una sociedad global atribulada y sedienta, que conocía de primera mano.

Y es que no podemos olvidar la biografía más íntima de un Arrupe, testigo directo y doliente de los horrores de la bomba de Hiroshima, que se convertiría en alba terrible de un mundo nuevo. En la hora de la Guerra Fría y de la destrucción mutua asegurada, Arrupe fue pionero al denunciar el drama ecuménico de los desplazados y los excluidos –de los refugiados-, víctimas de un planeta que se convertía en aldea global, pero que en el proceso cosificaba la caridad y negaba el pan y la sal a millones que no merecían –tal parecía y parece– la mínima condición de humanos.

Con todo ese bagaje el generalato de Arrupe fue una llamada apasionada a la Compañía a volver a la frontera, a volcarse en los necesitados y en los que más sufrían; y a exaltar la educación con un mecanismo esencial para combatir la injusticia. Todo ello con un liderazgo arrollador, desbordante en su humanidad y de una generosidad engrandecida por un fino sentido del humor.

El Centro Arrupe toma su nombre de esta persona apasionada del hombre y de Dios.

SU VIDA

Nace el 14 de noviembre de 1907 en Bilbao , en la calle de “La pelota”. Sus padres, Marcelino Arrupe (arquitecto) y Dolores Gondra, eran ambos naturales de Munguía, localidad vizcaína cercana a Bilbao. Al día siguiente de nacer recibe el bautismo en la basílica de Santiago, actualmente catedral.

Infancia Arrupe

El primero de octubre de 1914 ingresa en el colegio de los Escolapios de Bilbao, en donde cursará el Bachillerato hasta 1922.

El 29 de marzo de 1918 ingresa en la Congregación Mariana de S. Estanislao de Kostka, “los Kostkas”, dirigida por el P. Basterra, el primer jesuita que conoció Arrupe. Pedro Arrupe llegó a ser vicepresidente de los “kostkas”.

Juventud Arrupe
Juventud Arrupe

En 1923 comienza el primer curso de Medicina en la Facultad de San Carlos de Madrid. Las notas de su carrera son extraordinarias: en casi todas las asignaturas, sobresaliente y matrícula de honor. Severo Ochoa, que llegaría a ser premio Nobel y que entonces era condiscípulo de Arrupe, confesaría más tarde: “Pedro me quitó aquel año el premio extraordinario”.

Muere su padre en 1926  y, poco después, decide hacer un viaje a Lourdes con sus hermanas. Allí asiste a más de una curación milagrosa que él tiene ocasión de analizar desde su categoría de estudiante de Medicina. Diría: “Sentí a Dios tan cerca en sus milagros, que me arrastró violentamente tras de sí”.

El 25 de enero de 1927 ingresa en la Compañía de Jesús, en el noviciado de Loyola. El doctor Negrín, uno de sus profesores, hizo lo posible por no perder a un alumno tan brillante. Más tarde, iría a Loyola a visitar a Pedro: “A pesar de todo, me caes muy simpático”. Y allí se dieron un abrazo el futuro presidente del gobierno de la República y el futuro general de la Compañía.

Poco después de haber comenzado sus estudios de Filosofía en el monasterio de Oña (Burgos), llega el decreto de disolución de la Compañía en España (1932). Arrupe parte al destierro con sus compañeros y profesores. Continuarán sus estudios en Marneffe (Bélgica). Para cursar Teología le envían a Valkenburg (Holanda). En la vecina Alemania surgía ya la fatídica sombra de Hitler y el nazismo. “Para mí -diría más tarde- el encuentro con la mentalidad nazi fue un tremendo shock cultural”.

El 30 de julio de1936 recibe la ordenación sacerdotal en Marneffe. En septiembre se traslada a los Estados Unidos para realizar estudios de moral médica.

El 6 de junio de 1938 recibe una carta del Padre General destinándole a la misión de Japón, misión que había solicitado ya muchas veces a sus superiores.
El 30 de septiembre embarca en Seatle rumbo a Yokohama.

Después de varios meses de aprendizaje de la lengua y costumbres japonesas, en junio 1940 es destinado a la parroquia de Yamaguchi, tan llena de recuerdos de San Francisco Javier.

Al día siguiente de entrar Japón en la II Guerra Mundial, 8 de diciembre 1941, le meten en la cárcel acusándole de “espía”. Le recluyen en un cuartucho de dos por dos metros. Al cabo de un mes es puesto en libertad, debido a la admiración que provocó su buen comportamiento y su conversación con carceleros y jueces.

Pocos meses después le nombran maestro de novicios. Parte para el noviciado de Nagatsuka, una colina a las afueras de Hiroshima.

Arrupe en Japón
Arrupe en Japón

El 6 de agosto de 1945 , a las ocho de la mañana, Arrupe es testigo de la explosión de la bomba atómica sobre Hiroshima. Inmediatamente, convierte el noviciado en un hospital de emergencia. Más de ciento cincuenta personas, abrasadas por la irradiación, son atendidas por una comunidad que apenas cuenta con medios y elementos para ello. Más tarde, Arrupe escribiría un libro sobre esta experiencia: “Yo viví la bomba atómica”.

Es nombrado superior de todos los jesuitas de Japón, con el cargo de Viceprovincial el 24 de marzo 1954 . Da la vuelta al mundo pronunciando conferencias para recabar fondos para la Iglesia del Japón.

Es elegido general de la Compañía de Jesús el 22 de mayo de 1965 . Supo afrontar los tiempos azarosos y renovadores en los que entraba la sociedad humana y, muy especialmente, la Iglesia después del Concilio Vaticano II. Lleno de valor, de visión del presente y del futuro y, sobre todo, de una inquebrantable fe en Dios, tuvo que sufrir incomprensiones y contradicciones de todas partes, incluso, a veces, de las más altas instancias de la Iglesia. Pero marcó unos derroteros, hoy ya imborrables, para la Compañía de Jesús, que no dejarían de influir también en otros sectores de la sociedad humana.

Opción por los Pobres
Opción por los Pobres

El 2 de diciembre 1974 convoca la Congregación General 32. Supondrá un hito fundamental en la historia de los jesuitas, sobre todo por la proclamación de que nuestra fe en Dios ha de ir insoslayablemente unida a nuestra lucha infatigable para abolir todas las injusticias que pesan sobre la humanidad.

El 7 de agosto de 1981 , de vuelta de Oriente, a donde había ido a visitar a los jesuitas de aquella parte del mundo, ya en Roma, en el taxi que le conducía del aeropuerto a la ciudad, sufre una trombosis cerebral que le deja incapacitado del lado derecho. Al día siguiente, le administran el sacramento de los enfermos.

El 26 de agosto el Papa nombra un delegado personal para atender al gobierno de la Compañía en la persona del jesuita P. Dezza. Se interrumpe así el proceso normal de nombrar un sucesor por medio de una Congregación General. El P. Arrupe y, con él, toda la Compañía reaccionaron con dolor pero con obediencia total a las decisiones del Romano Pontífice.

Pedro Arrupe
Pedro Arrupe

El 3 de septiembre1983, reunida por fin la Congregación General, el P. Arrupe presenta su renuncia al cargo ante todos los Padres congregados. Pocos días después, el P. Peter-Hans Kolvenbach es elegido General de la Compañía. Su primer gesto fue abrazar al P. Arrupe mientras le decía: “Ya no le llamaré a usted Padre General, pero le seguiré llamando padre”.

Después de casi diez años de dolorosa inactividad y de ofrenda física y psíquica por la Compañía, la Iglesia y la Humanidad, el 5 de febrero de 1991 entrega su alma a Dios en la casa generalicia de los jesuitas en Roma. Días antes, ya en agonía, le había visitado Juan Pablo II.