Como toda espiritualidad cristiana, la ignaciana es un modo concreto de mirar el mundo y ubicarse vitalmente en el seguimiento de Jesús, buscando y hallando su voluntad. Una mirada que se caracteriza porque brota del agradecimiento, una mirada de ojos compasivos y comprometidos, con dosis de humor y sentido común, una mirada de ternura hacia la creación y sus criaturas.
La espiritualidad ignaciana encuentra su fuente en la experiencia de san Ignacio de Loyola, presentando alguno de los siguientes rasgos:
El discernimiento.
Desea descubrir a la luz de la oración cómo podemos mejorar la realidad y cómo orientar las cosas desde una sensibilidad evangélica. ¿Cómo amar más en todo lo que hacemos? ¿Cómo puedo servir mejor?
El servicio.
El horizonte de la espiritualidad ignaciana es “ayudar”, contribuir a la creación de un mundo más humano, esta es la mayor Gloria de Dios. En todo amar y servir.
Contemplativos en la vida.
Posibilita que nuestra cotidianidad se abra a la experiencia de Dios y así nos ayude a:
- a salir de nosotros mismos y no ser el centro de nuestras miradas, a no ensimismarnos.
- a ser más servidores de otros que protagonistas en el escenario de la vida.
- que nuestra sensibilidad se deje afectar, tocar por la realidad e implicarse consecuentemente en y con ella.