La madre del cordero
Unas cien personas (algunos hombres y muchas mujeres) se sientan durante 45 minutos todas alineadas mirando a un “escenario” en el que hay 15 hombres (normalmente suele haber sólo uno).
La ocupación del lugar en este evento da una idea muy clara de quienes son importantes y quienes lo son menos. También el rol y las tareas que realizan hablan con contundencia.
Leen, interpretan, celebran, consagran y administran algo muy sagrado, mientras que las otras 100 personas les miran, escuchan y reciben de sus manos algo muy sagrado. Aquí hablo de un evento puntual y en un lugar puntual, es sólo la excusa para reflexionar sobre un modelo universal.
En este caso es la Eucaristía de celebración de la festividad de San José, concretamente en mi querida Parroquia de Saint Joseph en El Cairo y el escenario es un altar. Los 15 hombres son sacerdotes católicos a quienes presentan uno por uno y recibimos con un caluroso aplauso; han venido de todas las congregaciones católicas presentes en El Cairo para celebrar la festividad del patrón de la Parroquia.
Parroquia que siento como mi casa, que sin duda me da cobijo, comunidad y misión. Pero como cualquier comunidad querida también queremos mejorarla y somos capaces de discernir qué construye Reino y qué supone un obstáculo para su construcción.
Cuando termina la celebración, los dos hermanos más jóvenes hacen una foto de familia. Por supuesto a los 15 sacerdotes. El resto del pueblo sigue mirando y no sale en la foto.
Cabe señalar que, entre el pueblo, por ejemplo, hay un amplio grupo de religiosas combonianas que celebran también la festividad de su patrón. Todas mujeres de edad muy muy avanzada, que han entregado una vida entera al servicio de los más pobres, de la Iglesia y de su congregación. Celebran una de sus festividades más importantes. No salen en la foto, y tampoco las mencionan, aunque algunas han venido de lejos como los sacerdotes.
Insisto, evidentemente este relato tan parco de la escenografía de una eucaristía no tiene otra intención sino la de hacer un ejercicio práctico y pedagógico de visibilización de algunos aspectos, que por supuesto no pretende obviar el resto de elementos y dimensiones claramente más amplias, profundas y complejas, también reales y presentes en el mismo evento.
La intención de este relato es reflexionar sobre el hecho de que las niñas y los niños crecen con una referencia de la autoridad religiosa, siempre masculina, con lo cual interiorizamos que, esa tarea y este rol, de servicio y de poder, sin duda considerada en entornos religiosos como superior, no es para nosotras, es para los hombres; es decir unos y otras interiorizamos un sistema desigual también en el terreno religioso. Y esto, tanto en la vida laical como en la consagrada pues existe la unción sacerdotal para los hombres, pero la consagración a la vida religiosa para las mujeres no es un sacramento.
Quien interpreta la Palabra de Dios, consagra e incluso a través de quien Dios nos perdona es siempre, siempre, siempre un varón. Aprendemos que nuestro espacio es en la sombra, un rol asistencial, sin palabra ni decisión. Así lo interiorizamos cada domingo de nuestra vida, en momentos cumbre de la vida y en muchas otras ocasiones cotidianas en todos los espacios sociales y también en los religiosos.
Esta obstrucción eclesial a la consecución de la igualdad, no opaca todo el servicio ingente que hacen las obras eclesiales al servicio de la justicia y del Reino de Dios, pues sin duda el Espíritu obra a pesar de esto y la Iglesia, las iglesias, siguen siendo canal para que la buena noticia del Evangelio siga abriéndose camino.
Sin embargo, llamadas y llamados como Iglesia a mayor plenitud y a ser canal del amor de Dios en el mundo, la desigualdad de la mujer en el plano religioso es sin duda un aspecto crucial que debemos enfrentar con valentía y verdad para revertir sus consecuencias en la sociedad.
Existe mucha literatura teológica desarrollada en torno a la cuestión de la desigualdad de la mujer en la iglesia, y según escojamos una u otra línea teológica, una tradición u otra, llegaremos a una u otra conclusión. Sin embargo, aunque son dos caras de la misma moneda, en este caso quisiera invitar a mirar simplemente el aspecto social y humano de las consecuencias morales y sociales de tal exclusión.
En este sentido, está ampliamente verificado que la interiorización de un sistema de poder tan desequilibrado y las repercusiones de dicho desequilibrio son nefastas para las niñas y mujeres y para la sociedad en general, hombres y mujeres ya que dicho sistema de poder se imprime en ambos con una huella casi indeleble y se reproduce en otros ámbitos.
Como decía más arriba, los argumentos teológicos y la tradición que lo sustenta son de sobra conocidos, pero creo que es importante contrastarlos con las consecuencias reales, sociales y humanas que tiene el que las niñas y los niños los interioricen desde una edad tan temprana y en unos entornos tan importantes para su crecimiento moral y psicológico.
Y, a nadie se le escapa que este rol pasivo, a la sombra e invisible que las mujeres tienen en la iglesia, enfatiza, refuerza y valida el rol de segunda en la sociedad y en la vida. Es decir, que está en el meollo de la desigualdad entre hombres y mujeres que aún existe en el mundo.
Estando en Egipto, -donde menos hubiera imaginado- he tenido la oportunidad de encontrarme y compartir mucho con otras iglesias ya que Egipto acoge a un mosaico de iglesias cristianas (protestante, copta, católica, anglicana, griega ortodoxa, etc) , dicho sea de paso, que encontrándose en minoría y perseguida, ofrecen un punto de mira de lo que significa ser cristiano y ser iglesia hoy bien diferente del que acostumbraba a ver.
Esta riqueza que tiene el desierto me ha llevado a presenciar eucaristías en las que “el párroco” es una mujer, asistir a parroquias en las que los feligreses votan quién será su párroco, acostumbrarme a ver laicos bien formados en teología y que lideran habitualmente la liturgia de la palabra y compartir con sacerdotes felizmente casados y con hijos a la par que plenamente entregados al servicio de la Iglesia. Sí “plenamente entregados al servicio”, pues contrariamente a lo “pronosticado” o mejor dicho “sentenciado”, hijos y pareja les ha supuesto una experiencia de amor y entrega verdaderamente encarnada que se ha reflejado en un servicio a la Iglesia radical y profundo.
Apunto esto, porque intuyo que el nada ideal pero necesario camino ecuménico es uno de los caminos por donde quizá podamos encontrar algunas pistas, ayudándonos a discernir cómo construir dignidad, justicia y solidaridad desde los valores evangélicos, es decir, cómo construir Reino.
Eso podría ser una pista por la que seguir, aunque sin duda, de lo que se trata ahora más que nada es de escuchar a las mujeres, de que nuestro relato y experiencia religiosa también sea escuchada, leída, incorporada. Entre unos y otras iremos construyendo una tradición y un relato inclusivo y equilibrado, así en común seremos mucho más capaces de transparentar a Dios como Iglesia y de construir Reino.
Sabemos que la igualdad tiene que empezar por las iglesias, en las casas y en las escuelas, ahí es donde está la madre del cordero para revertir un sistema que genera exclusión y violencia y que por fin sabemos que ningún argumento ¨superior¨ puede justificar algo así. Y si lo hubiera, el problema está en el argumento.
El 8 de Marzo han soplado fuertes vientos de cambio en el avance de los derechos de las mujeres. La sociedad entera sabe ya que este es un cambio imparable, sólo quien viva en su burbuja encerrado puede seguir sin percibirlo y poniendo resistencias. Hasta en países islámicos donde incluso los marcos legales legitiman la desigualdad al mayor nivel empiezan a tambalearse. Queda un largo camino, pero nunca como ahora ha habido tanta conciencia global de este asunto, y nunca como ahora ha habido más herramientas y recursos que nos puedan facilitar este cambio.
Iniciamos el tiempo de Pascua y de primavera, tiempo de que nazcan las cosas nuevas. Adentrémonos con valentía y confianza en la construcción de la igualdad en nuestra iglesia y nuestra comunidad hasta que se produzca un temblor en la tierra, se abra la losa y nos encontremos como María con el Resucitado.
Mª Luisa Caparrós. Licenciada en Humanidades y postgrado en Cooperación Internacional, Migraciones y Refugio. Durante siete años ha trabajado en Entreculturas, en el ámbito de la Educación para el Desarrollo y la Ciudadanía Global, con el deseo de promover una ciudadanía comprometida y que sepa convivir en la diversidad para construir un mundo más justo.