Recordando y aprendiendo de Óscar Romero
El día 14 de octubre se celebrará en la plaza de San Pedro de Roma la canonización del beato Óscar Romero, asesinado cuando celebraba misa el 24 de marzo de 1980 en la capilla del hospital en el que residía.
La figura de Mons. Óscar Romero ha venido engrandeciéndose desde el día de su asesinato hasta hoy. Su compromiso con el Evangelio en unas circunstancias de radical opresión de su pueblo hacen de él un paradigma de pastor. Rodeado de la violencia de la dictadura, en medio de la Guerra Fría con los EEUU apoyando y formando a los militares, el arzobispo de San Salvador se convirtió en la voz de los que no tenían voz y en esperanza para el país.
Sus homilías, difundidas por la radio, revelan el contenido de su trayectoria pastoral, con una evolución entre una concepción tradicional del ministerio episcopal hasta su compromiso social progresivamente radical frente a las injusticias de su país. Se siente paso a paso el dolor del pastor, quien descubre el sufrimiento de su pueblo y se identifica con él hasta su muerte. Una profunda emoción invade al descubrir al mismo tiempo los horrores de un sistema económico y político que oprime a los pobres y la acción de un obispo preocupado por conjugar el Evangelio, su filiación a la Iglesia y su identificación a los oprimidos. Se observa a través de una intensa vida espiritual, la conciliación difícil entre estos tres objetivos.
No es posible entender la trayectoria de monseñor Romero sin referirse constantemente al contexto social de El Salvador. En América Latina en general y en particular en América central la independencia de las naciones fue propulsada por las élites, cuya prioridad era preservar y aumentar sus privilegios. A finales del siglo XIX las antiguas oligarquías agrarias se convirtieron en empresas cafeteras, bananeras, algodoneras y ganaderas, y sus productos en general se exportaban. Cuando este tipo de inversión se hizo predominante, algunas empresas locales se convirtieron en intermediarias de los intereses económicos extranjeros. Esto exigía una mano de obra abundante y barata, a la cual se exigía docilidad.
El pueblo comprendió poco a poco que se le explotaba y empezó a organizarse, con frecuencia con la ayuda de intelectuales de izquierda y más tarde de mujeres y hombres de la Iglesia; la reacción de las clases pudientes fue viva. En los años 30 hubo en El Salvador una represión cruenta. En los años 50, en nombre de sus convicciones religiosas, la Juventud Obrera Cristiana (JOC) ayudó a los jóvenes de los medios populares a resistir. En los años 60 y 70 los diferentes movimientos emancipadores en el mundo se opusieron a las dictaduras militares que preparaban la era neoliberal. En toda América central, en particular en Guatemala, El Salvador y Nicaragua, nacieron movimientos de liberación inspirados por la revolución cubana y sus conquistas sociales. Las comunidades eclesiales de base, fruto de la inspiración del Concilio Vaticano II, hicieron el lazo entre la fe de los pueblos y el proyecto de emancipación social. La teología de la liberación colocaba a Dios en el seno mismo de la historia dando de nuevo sentido a la evangelización para realizar concretamente los valores del reino de Dios: justicia e igualdad en la condición humana, amor, paz, no violencia activa y lucha contra el sistema de muerte que era el resultado de la lógica económica dominante.
Todo esto se inscribía en el contexto más amplio de la guerra fría y la lucha contra el comunismo, lo cual había hecho que los poderes occidentales se aliaran con los gobiernos de derecha de Sudamérica y que ignoraran las exacciones que hacían en el nombre de la defensa de los valores occidentales. Una parte importante de la jerarquía católica participaba en este proceso, desde los arzobispados locales hasta las altas autoridades romanas.
Es notable que monseñor Romero haya ilustrado pertinentemente el mensaje positivo del Evangelio. Él nunca perdió confianza en el hombre que Dios habita, a pesar de haber vivido los peores horrores, de haber descrito semana tras semana torturas, asesinatos y encarcelamientos perpetrados por un ejército al servicio de los ricos deseosos de conservar y aumentar su poder económico, político y cultural. Decía en uno de sus sermones: “El ser humano no se caracteriza por la fuerza bruta, sino por la razón y el amor”.
Él no tenía una visión pesimista de los seres humanos. Por el contrario, creía en la fuerza de la conversión y del perdón. Al mismo tiempo estaba consciente de la existencia del mal y del pecado, y esto le impedía caer en un optimismo beato, pero siempre recalcaba que el ser humano no puede reducirse a este aspecto. Es por esto que interpeló siempre las consciencias de todos los actores de este drama social, que él vivía profundamente. Le tomó mucho tiempo antes de concluir que en algunas circunstancias la lucha armada de un pueblo oprimido y aplastado puede ser legítima. Su rechazo de la violencia era el fruto de la convicción profunda de la dignidad del ser humano, aun del que ha cometido un crimen. Esta actitud lo llevó constantemente a establecer un diálogo con todos los actores del drama, pero al mismo tiempo era claro y despiadado cuando condenaba la injusticia y la represión. Se entiende que la oligarquía lo haya odiado y que la mayoría de sus colegas en el arzobispado lo hayan renegado.
Las homilías de monseñor Romero son un verdadero tratado sobre la Iglesia que se construye alrededor del discurso y de la práctica. Es la aplicación de la definición del Vaticano II, la Iglesia del pueblo de Dios que invierte la imagen piramidal de una institución definida por su institución jerárquica. Un pastor acompaña a este pueblo recordándole constantemente que el amor al prójimo debe prevalecer sobre los intereses de los más fuertes y que la esperanza debe inspirar los momentos más oscuros de la existencia. Para monseñor Romero es imposible concebir una Iglesia abstracta y reivindicar la unidad artificial de la institución, puesto que en su seno existen verdaderas contradicciones. Para él, la fidelidad a la Iglesia de Jesucristo exige la verdad.
El conjunto de sus sermones es también un tratado de espiritualidad que se expresa aún en situaciones extremas y le permite superar todo deseo de venganza, el pesimismo y también, como escribe en sus notas personales, evitar lo que podría convertirse en sentimientos vanidosos ante la admiración de los que se inspiran en la firmeza de sus convicciones y en el valor de sus actitudes. Es emocionante leer sus últimas notas sobre la muerte que veía acercarse inexorablemente, ya que estaba consciente del destino que le reservaban en El Salvador, aquellos que en nombre de los valores de la civilización reproducen la injusticia utilizando la fuerza de la policía y del ejército para mantener el poder.
Podemos decir que la persona de monseñor Romero refleja en la época actual la de Jesucristo mismo, ejecutado porque sus prédicas y práctica recordaban los valores del reino de Dios oponiéndose a los poderes temporales: colonial y local, político y económico , social y religioso. Los separan dos mil años, pero los une el mismo espíritu.